Érase una vez una
palabrita que estaba encerrada en el cuerpo de un niño que era algo
tímido y apocado. Esa palabrita vivía triste y se refugiaba en la
concavidades y en las grutas que la anatomía infantil le proponían. Un
buen día, la cosa cambió y otra palabrita huérfana de luz se encontró
con ella. Las dos palabritas se reconocieron al instante y fue tal su
alegría que se abrazaron y formaron
una frase corta. Era tal su gozo, tal su consuelo que juntas recorrieron
ese camino angosto que va desde la garganta a los labios. Allí
reconocieron a las amigdalas, a las muelas y a los dientes, a la
resbaladiza lengua para dar a parar a un rayito de luz, remanso para la
esperanza. En ese momento, la madre de aquel niño tímido lo abrazó, y
fue el momento cuando las dos palabritas se cogieron de la mano y se
lanzaron al precipicio cuando la boca se abrió para susurrar algo
hermoso. Estas dos palabritas no son más que "te" y "quiero".
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